viernes, 7 de noviembre de 2014

Los encapuchados o el caballo de Troya mediático

Lo que tenemos en México es un Estado comprometido con acciones abiertamente ilegales. La fuente predominante de las violencias (en plural) es justamente esa condición delincuencial del Estado o narcoestado. El volumen de violencias que engendra este ordenamiento político es extraordinario e inenarrable. Y son esas violencias las que deben ocupar el análisis y la censura radical de la prensa y la población civil. No porque se trate llanamente de un ejercicio de violencia, sino porque se trata de una violencia efectuada en contra de la totalidad de la población, y con fines políticos inconfesables. Precisamente este es el tema que nos interesa tocar, en atención a una generalizada confusión que priva en la opinión pública, a todas luces inducida desde los centros del poder. 

Muy oportunistamente se trata de desviar la condena ciudadana de esa violencia que acá denominamos violencia objetiva o matriz, que es constitutiva al poder, para dirigirla hacia esas otras violencias subjetivas que a menudo responden o bien a una manifestación de rabia legítima, o bien a un método de lucha “beligerante” cuya larga tradición cosecha no pocos éxitos. La narrativa del “encapuchado” o “vestido de negro” o “anarquista” sigue esta tesitura de contaminación de la percepción ciudadana, con el fin de canalizar la opinión hacia dominios ideológicos rentables para los poderes constituidos. 

Por añadidura, esta obstinada concentración de la prensa oficial en las acciones de los conocidos “bloques negros” tiene como propósito provocar una ruptura o división al interior de la movilización ciudadana. La gente teme que la acusación de “violencia”, frecuentemente endosada a los “anarquistas”, se haga extensiva a la generalidad de las protestas, y por consiguiente la reserva moral de éstas se vea significativamente disminuida, abriendo las puertas a la represión de los agentes estatales. Este temor, nutrido con especial frenesí, conduce a la fractura de la sociedad en lucha. Pocos están dispuestos a meter las manos al fuego por estos grupos disidentes. Esta desconfianza o repudio se traduce en distanciamiento de los sectores más inclinados por el pacifismo. Y es esta dilución a la que apuestan los gobiernos para desarticular la protesta, con el aditamento de la represión clandestina y selectiva. 

Para situarnos en un terreno conceptual mas o menos común, cabe definir a la violencia, en una acepción elemental, como un ejercicio intencional de la fuerza (física o mental) por un sujeto individual o colectivo, contra otro, también individual o colectivo, para infligir perjuicios o imponer una voluntad. Acá se advierte el carácter instrumental de la violencia: la violencia no es un fin en sí mismo; la violencia es un medio al servicio de un fin. La censura a las acciones “beligerantes” olvida que la violencia no es indeseable por sí sola. El cuestionamiento debe estar dirigido a los fines que persigue la violencia. No es equiparable el uso de la violencia contra personas (máxime en una relación de poder tan canallescamente desigual) con los actos “violentos” (nótese el entrecomillado) cuyo blanco son los símbolos del poder político. (Glosa marginal: por una sencilla falta de correlatividad, es insostenible la trillada aseveración de que “el fuego no se combate con fuego”). No se puede descalificar o avalar una acción en abstracto. Es preciso valorarla a la luz de un proceso de lucha, en estrecha relación con los objetivos de un movimiento. Censurar un hecho o acto por lo que parece, y no por lo que significa en una coyuntura concreta, es reproducir el prejuicio o ardid discursivo del poder. 

Es falso que la presencia de “encapuchados” aumenta la probabilidad de infiltración de los agentes del Estado. En los movimientos pacifistas no faltan nunca los infiltrados, que se ocupan de llevar la protesta hacia escenarios de nula efectividad política. 

También es falsa la disyuntiva lucha pacífica-lucha violenta. El pacifismo puede ser violento en su impacto institucional, provocando una ruptura de los procedimientos rutinarios. Y la violencia puede ser pacifista cuando consigue dirimir un conflicto y restablecer una paz socialmente deseable. La cuestión reside en valorar el uso de un método u otro en función de los fines que persigue. No es accidental que la violencia requiera siempre de una justificación: esa justificación es el fin; la violencia es sólo el medio. 

En este sentido, es preciso evitar las discusiones infértiles sostenidas en asideros prejuiciosos. Ignorar los relatos de la prensa tradicional es un imperativo ciudadano categórico. Es allí donde se incuba la tergiversación de la realidad, y el germen de la desmovilización social. La siguiente secuencia de titulares da cuenta de este artificio: “Encapuchados bloquean Insurgentes sur en protesta por desaparecidos”; “Encapuchados exigen liberación de presos políticos; bloquean Tlalpan”; “Encapuchados prenden fuego a unidad de Metrobus frente a CU”; “Encapuchados vandalizan Insurgentes”; “Toman encapuchados estaciones de radio en Chilpancingo”; “Jóvenes encapuchados bloquean las instalaciones de la preparatoria”; “Encapuchados rociaron gasolina e incendiaron la puerta de Palacio de Gobierno”. 

Para abordar la pertinencia de la violencia, y abocarse a un análisis desprejuiciado, es preciso trasladarse al terreno político. En efecto, la política comprende estos dos aspectos inseparables: el ideológico-valorativo (fines), y el práctico-instrumental (medios). La justificación debe buscarse en los fines. No nos podemos permitir censurar los medios –o la violencia– en abstracto, sin consideración de la realidad concreta. 

El relato de los “encapuchados” es un caballo de Troya mediático, es decir, un engaño destructivo que tiene como propósito plantar la semilla de la división; fracturar, desmovilizar, criminalizar la protesta, y justificar una eventual represión de Estado.

http://jornadaveracruz.com.mx/Nota.aspx?ID=141108_073724_358

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