martes, 17 de enero de 2012

2012

Difícil no pensar en el año que empieza con cierto pesimismo y reservas respecto a lo que nos depara el futuro inmediato. Haciendo a un lado predicciones sobre el fin del mundo, la realidad es que, con mayas o sin ellos, hacemos un trabajo bastante decente cuando de destruirlo se trata.

No es ningún secreto que los últimos años han sido particularmente complicados: la tragedia es el pan de todos los días. Crisis económica, política, ambiental, de seguridad y un largo etcétera. Ninguna de las cuáles es nueva, más sus expresiones recientes ponen de manifiesto la insostenibilidad del sistema.

Un modelo económico que lleva países enteros al borde de la quiebra, mientras que los organismos internacionales y potencias nacionales siguen llevando a cabo las mismas prácticas que nos trajeron hasta este punto, sin olvidar el bendito sistema financiero en el que un puñado de individuos se enriquecen inmensurablemente traficando legalmente con dinero y mercancías, haciendo de la deuda y el crédito el motor de un sistema destinado al fracaso.

Un modelo de representación política extendido por la mayor parte del mundo (gracias en buena parte a cruzadas “democráticas” a punta de cañón) que ha hecho evidente que su objetivo no es responder a las necesidades inmediatas de la población, sino a las de grandes corporaciones internacionales (legales o ilegales), organismos de control financiero y potencias extranjeras, así sea necesario el uso de la fuerza para garantizar el libre movimiento del capital.

Los diversos movimientos sociales surgidos en los últimos años han demostrado la divergencia total que existe entre los gobiernos y sus poblaciones. Sean de carácter violento como en el norte de África y en Oriente medio, o de modos más pacíficos, como el caso de los ocupas e indignados, la realidad es la misma: nuevas formas de organización como sociedad son necesarias si de cambiar el mundo se trata. La respuesta ante estos movimientos ha sido alentadora en cierto sentido: cada vez es más el número de individuos que toman conciencia de su papel como sociedad, de que no es posible seguir sentado con los brazos cruzados esperando que desde las altas esferas del poder cambien las cosas para bien.

Hablando de ello, este año será de elecciones para nuestro país: el circo más caro del mundo vuelve a México. El primer semestre del año se irá entre promesas falsas, escándalos estúpidos que harán correr ríos de tinta hasta dejarlo a usted harto y una cantidad impresionante de basura (propaganda, perdón) en las calles. Después de junio, gane quien gane en ese jueguito, la fiebre electorera dará paso a más de lo mismo: la continua reproducción de los mismos patrones de conducta por parte del gobierno que garanticen el enriquecimiento de unos cuantos en detrimento de todos los demás, aplicando la ley a discreción, dependiendo de quienes poseen en sus bolsillos el poder real para tomar decisiones, aprobando leyes a modo para que los dueños de este país estén contentos, etcétera.

Ningún candidato ha hecho manifiesta su firme intención de poner fin a la matanza comenzada en este país hace casi 6 años. La respuesta a una guerra ya insostenible (por su limitada eficacia y el aumento constante de “daños colaterales”) tiene que venir por parte de la sociedad civil.

En fin, la respuesta a los problemas por los que atraviesa el país (y el mundo entero), definitivamente no pasa por ir a votar para que gane uno o pierda otro. Al contrario, parte de la solución radica en darnos cuenta que la intrascendencia de quien ocupa la silla presidencial raya en lo ridículo, cuando sigue respondiendo a las mismas presiones que gobiernos anteriores.

Demos por sentado que la parasitaria clase política se repartirá el botín democrático, ese del que ni usted ni yo veremos parte jamás, y entendamos que la democracia como se entiende es parte del problema: sirve solo para darle de comer (bastante bien) a un puñado de individuos y dar una ilusión de cambio para que lo verdaderamente importante se mantenga igual.

La verdadera participación política comienza por la toma de conciencia: conciencia de pertenencia a una comunidad, de que los problemas no se resuelven votando por tal o cual candidato, de que hay ciertos hábitos (de consumo, de convivencia) que deben modificarse en el terreno personal para a partir de ello construir, cuando menos, una sociedad más humana.

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